martes, 28 de junio de 2016

"Beethoven frente al televisor", de José Hierro

Resulta que en la biblioteca de mi casa hay una sección de poesía: Juan Ramón Jiménez, Pablo Neruda... y hace unos días terminé el Itinerario poético de Gabriel Celaya, sacado de esta misma biblioteca familiar. Así que al devolver este libro a su sitio, cogí inmediatamente el Cuaderno de Nueva York, de José Hierro. A este poeta solo lo conocía de nombre, no había leído ni tan siquiera un poema suyo, por lo que me pareció una buena elección.; fue tan buena que su lectura me cautivó desde la primera página.

(El susodicho ejemplar).

La entrada de hoy viene a raíz de un poema que me gustó especialmente, aunque he de decir que aún no he terminado de leer el libro. Fue tal la manera en la que disfruté la lectura de este poema, que pensé mientras lo leía en compartirlo aquí con vosotros. Espero que os guste tanto o más como a un servidor gustó.


Beethoven frente al televisor

El alemán de Bonn identificaba
todos los sones de la naturaleza:
el del mar, el del río, el del viento y la lluvia,
el canto del ruiseñor, el de la oropéndola, el del cuco.
Un día, cantó un ave, y él no oía su canto:
fue la primera señal de alarma.
Luego avanzó implacable la sordera
hasta desembocar en la noche de los sonidos.
Compuso, desde entonces, imaginándolos.
Nunca pudo escuchar su misa en Re,
sus últimos cuartetos, su última sinfonía.

Luis van Beethoven murió en mil ochocientos veintisiete
(es lo que piensan los desinformados),
pero yo lo he visto en el Lincoln Center.
Fue en los años noventa. Ocupábamos
asientos contiguos. Yo lo reconocí
por su expresión huraña y tierna y feroz.
Y también por el desaliño de que nos hablan sus biógrafos.
Escribí en mi programa estas palabras:
"Excelente concierto". Y él asintió:
"No se moleste en escribir, oigo perfectamente".

Después, en el descanso, hablamos de su música,
(sin duda se dio cuenta
de que acababa de reconocerlo.)
Avisaron que había que volver
a la sala para escuchar el plato fuerte,
la Novena. Pero él, van Beethoven,
dio media vuelta, y se marchaba.
"Pero, ¿precisamente ahora?" le pregunté.
"Yo regreso al hotel. Voy a escuchar
la Novena Sinfonía en el televisor,
la transmiten en directo", contestó.
"¿Me permite que le acompañe?", dije.
Y se encogió de hombros.

Pues aquí acaba todo.
Nos sentamos ante el televisor.
Escuchamos el golpe de la batuta
sobre el atril. Silencio. Y la orquesta rugió.
Entonces, Ludwig van Beethoven
se levantó y apagó el sonido.
Ahora sí que el silencio era absoluto.

Canturreaba a veces, levantaba la mano
para indicar la entrada a los timbales
en el Scherzo. Lloró con el adagio,
enardeció cuando cantaba el coro
las palabras de Schiller.

Yo nunca podré oír, nadie podrá,
lo que él oía. Finalizó el concierto.
Fue entonces cuando se levantó,
y se acercó al televisor,
recuperó el sonido.
Las cámaras enfocaban ahora
al público anerdecido.
Van Beethoven oía, en mil novecientos noventa,
los aplausos que no podía oír en Viena,
en mil ochocientos veinticuatro.

miércoles, 15 de junio de 2016

Luis Cernuda


Quizás debamos agradecerle a Pedro Salinas y a Bécquer por regalarnos tan maravilloso poeta como fue Luis Cernuda, uno por introducirle en la literatura y otro por instruirle en ella. Y es que, de no ser por ellos, el mundo no conocería ese Donde habite el olvido (1934), su obra más emblemática.

Pero de además de esta, Luis Cernuda Bidou -o Bidón- (Sevilla, 1902) tiene otras tantas obras, tanto poéticas como ensayísticas. Ahora vamos con ellas. Antes, hablemos mínimamente sobre su vida, que si no importante, sí que es de interés.

Estudió derecho en su ciudad natal, dio clases de español en la universidad de Toulouse, Inglaterra y Estados Unidos -siendo este su destino para el exilio durante la Guerra Civil- y estuvo siempre muy influenciado por la literatura francesa, llegando incluso a traducir parte de la obra de Paul Éluard. Fue amigo de Octavio Paz y de Manuel Altolaguirre y abiertamente homosexual (en México, en 1952, se enamoró de un culturista, a quien escribió Poemas para un cuerpo). Moriría precisamente en México once años más tarde.


Volviendo a su obra, esta comenzó con la exaltación de la belleza, para ir oscureciéndose poco a poco, terminando con una poesía reflexiva. Estas son las etapas en las que Octavio Paz dividiría la obra del poeta, basadas en el ciclo vital del mismo:

- Adolescencia. Aprendizaje poético y maestría: "Perfil del aire" y "Égloga, elegía, oda".
- Juventud. Blasfemia, rebeldía, pasión y amor al amor: "Un río, un amor", "Los placeres prohibidos", "Donde habite el olvido".
- Madurez. Contemplación de los poderes terrestres y meditación sobre las obras humanas: "Invocaciones", "Las nubes", "Vivir sin estar viviendo", "Como quien espera el alba".
- Límite con la vejez, mirada precisa y reflexiva: "Con las horas contadas", "Desolación de la quimera".


Qué ruido tan triste

Qué ruido tan triste el que hacen dos cuerpos cuando se aman,
parece como el viento que se mece en otoño
sobre adolescentes mutilados,
mientras las manos llueven,
manos ligeras, manos egoístas, manos obscenas,
cataratas de manos que fueron un día
flores en el jardín de un diminuto bolsillo.

Las flores son arena y los niños son hojas,
y su leve ruido es amable al oído
cuando ríen, cuando aman, cuando besan,
cuando besan el fondo
de un hombre joven y cansado
porque antaño soñó mucho día y noche.

Mas los niños no saben,
ni tampoco las manos llueven como dicen;
así el hombre, cansado de estar solo con sus sueños,
invoca los bolsillos que abandonan arena,
arena de las flores,
para que un día decoren su semblante de muerto.

martes, 7 de junio de 2016

De cuando Carolina Coronado ayudó a José de Espronceda.

Me contaban el otro día una historia sobre la cual pensé de inmediato que tenía que compartir con ustedes. Esta historia tiene como protagonistas a dos de los grandes poetas que forman parte de la tradición poética española: Carolina Coronado, de la que hablaremos en este blog y José de Espronceda, del que ya hemos hablado. Lo cierto es que no he encontrado referencia ni alusión al respecto, pero en cualquier caso no deja de ser interesante.

Centrándonos ya en la historia, esta decía que José de Espronceda andaba huyendo de sus captores cuando pensó en ir a refugiarse a los brazos de su gran amiga y coetánea Carolina Coronado. Nuestro poeta acudió a la casa de la poeta y esta, ni corta ni perezosa, le dijo a los captores que no sabía nada. Resulta que lo había tapado con una sábana y se había sentado en la espalda del poeta, estando este, como si así se hubiese ido su grandeza tan de sopetón, a cuatro patas.