Octavio Paz, Gerardo Deniz, Josefa Murillo... poetas mexicanos hay muchos, pero sin duda, entre todos ellos, Jaime Sabines ocupa un lugar especial.
Tuxtla Gutiérrez fue la ciudad que vio nacer a uno de los grandes vates del siglo veinte y Horal (1949) el primer poemario de nuestro protagonista (publicado veintitrés años después de su nacimiento).
Además de a la poesía, Jaime Sabines se dedicó a la política (condenó la sublevación zapatista). En cuanto a estudios, tres años fueron necesarios para darse cuenta de que Medicina no era para él, con lo que pasó a estudiar Lengua y Literatura Castellana.
Julio Sabines, su padre, fue quien le fomentó el gusto por la literatura. Por ello debiéramos darle las gracias, pues, de no ser así, el mundo habría perdido -o, mejor dicho, no habría conocido- un pilar de la poesía. Ese agradecimiento ya lo dio el poeta de quien estamos hablando, en el poema que él mismo considera como "su mejor creación": Algo sobre la muerte del mayor Sabines.
En 1965 puso voz a poemas de su propia creación, gracias a esa Voz viva de México que, además de la de Jaime Sabines, inmortalizó la voz de los mismísmos Rubén Darío y Julio Cortázar, entre otros (aquí un enlace para abrir al finalizar la lectura).
Tarumba (1956), Diario semanario y poemas en prosa (1961) y Poemas sueltos (1951-1961) son algunas de sus obras poéticas más destacadas. Y para finalizar, un poema que, personalmente, encuentro como uno de los más bellos ya no dentro de la poesía de Sabines, sino de la poesía en general: La luna.
La luna
La luna se puede tomar a cucharadas
o como una cápsula cada dos horas.
Es buena como hipnótica y sedante
y también alivia
a los que se han intoxicado de filosofía.
Un pedazo de luna en el bolsillo
es mejor amuleto que la pata de conejo:
sirve para encontrar a quien se ama,
para ser rico sin que lo sepa nadie
y para alejar a los médicos y a las clínicas.
Se puede dar de postre a los niños
cuando no se han dormido,
y unas gotas de luna en los ojos de los ancianos
ayudan bien a morir.
Pon una hoja tierna de la luna
debajo de tu almohada
y mirarás lo que quieras ver.
Lleva siempre un frasquito del aire de la luna
para cuando te ahogues,
y dale la llave de la luna
a los presos y a los desencantados.
Para los condenados a muerte
y para los condenados a vida
no hay mejor estimulante que la luna
en dosis precisas y controladas.