Nueva York en 1929. |
Que el nombre de Lorca sea un nombre por todos conocido no significa que se conozca su obra. Y por conocer nos referimos a haber leído. Un servidor, que tanto ama y a tantos ha pretendido impregnar de poesía, ¡no había leído ni un solo poema de Poeta en Nueva York! Pero gracias a un amigo, esa ignorancia se ha convertido en alegría.
Escrito entre 1929 y 1930 durante su estancia en la ciudad neoyorkina, Federico García Lorca escribía sus impresiones en forma de arte de cuanto veía, reflexionaba, pisaba. El comienzo fue agradable, con sus mastodónticos rascacielos y sus mestizajes entre las calles. Hasta que lo fresco mostró su verdadera cara. Esa cara era la cara de la violencia, de la contaminación, de las injusticias, de la inmoralidad. Y fue entonces cuando nuestro querido poeta dio con la obra más crítica entre las críticas y que a día de hoy bien sirve de manifiesto para el tan necesario cambio.
Dicen que aquel viaje tuvo orígenes en el amor, pero eso nunca lo sabremos.
Firma de Federico García Lorca para Poeta en Nueva York. |
Dejamos con el primer poema que el redactor de esta entreada leyó y cuya fuerza aún sigue vigente.
Paisaje de la multitud que vomita (Anochecer en Coney Island)
La mujer gorda venía delante
arrancando las raíces y mojando el pergamino de los tambores
la mujer gorda
que vuelve del revés los pulpos agonizantes.
La mujer gorda, enemiga de la luna,
corría por las calles y los pisos deshabitados
y dejaba por los rincones pequeñas calaveras de paloma
y levantaba la furia de los banquetes de los siglos últimos
y llamaba al demonio del pan por las colinas del cielo barrido
y filtraba un ansia de luz en las circulaciones subterráneas.
Son los cementerios, lo sé, son los cementerios
y el dolor de las cocinas enterradas bajo la arena,
son los muertos, los faisanes y las manzanas de otra hora
los que nos empujan en la garganta.
Llegaban los rumores de la selva del vómito
con las mujeres vacías, con niños de cera caliente,
con árboles fermentados y camareros incansables
que sirven platos de sal bajo las arpas de la saliva.
Sin remedio, hijo mío, ¡vomita! No hay remedio.
No es el vómito de los húsares sobre los pechos de la prostituta,
ni el vómito del gato que se tragó una rana por descuido.
Son los muertos que arañan con sus manos de tierra
las puertas de pedernal donde se pudren nublos y postres.
La mujer gorda venía delante
con las gentes de los barcos, de las tabernas y de los jardines.
El vómito agitaba delicadamente sus tambores
entre algunas niñas de sangre
que pedían protección a la luna.
¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ay de mi!
Esta mirada mía fue mía, pero ya no es mía,
esta mirada que tiembla desnuda por el alcohol
y despide barcos increíbles
por las anémonas de los muelles.
Me defiendo con esta mirada
que mana de las ondas por donde el alba no se atreve,
yo, poeta sin brazos, perdido
entre la multitud que vomita,
sin caballo efusivo que corte
los espesos musgos de mis sienes.
Pero la mujer gorda seguía delante
y la gente buscaba las farmacias
donde el amargo trópico se fija.
Sólo cuando izaron la bandera y llegaron los primeros canes
la ciudad entera se agolpó en las barandillas del embarcadero.
New York, 29 de diciembre de 1929.
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