Uno no conoce verdaderamente algo hasta que no lo ve con sus propios ojos. O lo lee. Y resulta que a Neruda lo conocemos todos de nombre, pero no todos lo hemos leído.
Hace unos días cogí en la librería de mi propia casa ese maravilloso Residencia en la Tierra, publicada en 1933 y que comprende ocho años de inspiración del poeta. Tan maravilloso es que, aún sin haberlo terminado, ya hay un poema que se ha convertido en uno de mis favoritos. Y aquí lo comparto con vosotros, que para eso estamos.
Madrigal de invierno
En el fondo del mar profundo,
en la noche de largas listas,
como un caballo cruza corriendo
tu callado callado nombre.
Alójame en tu espalda, ay refúgiame,
aparéceme en tu espejo, de pronto,
sobre la hoja solitaria, nocturna,
brotando de lo oscuro, detrás de ti.
Flor de la dulce luz completa,
acúdeme tu boca de besos,
violenta de separaciones,
determinada y fina boca.
Ahora bien, en lo largo y largo,
de olvido a olvido residen conmigo
los rieles, el grito de la lluvia:
lo que la oscura noche preserva.
Acógeme en la tarde de hilo
cuando el anochecer trabaja
su vestuario, y palpita en el cielo
una estrella llena de viento.
Acércame tu ausencia hasta el fondo,
pesadamente, tapándote los ojos,
crúzame tu existencia, suponiendo
que mi corazón está destruido.
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